lunes, 18 de febrero de 2013

Tiernas Caricias




Aquella tarde llegué al cine después de realizar diversos recados por las calles de Madrid. Era invierno y hacía un frío atroz. Hacía dos semanas que deseaba ir al cine y que me comieran la polla o tener la suerte de tropezarme con Chani y que me metiera su dedo medio en mi culo.

Pagué mi entrada de ocho euros, saludé a Rafael -el chico que hace de portero-, saludé al maniquí y subí tranquilamente al Gallinero. Me quedé en la antesala quitandome los abrigos, los guantes y la bufanda. El cine cuando esté proyectando una película es una de las salas más oscura del mundo. Incluso, la iluminación de la pantalla está graduada con niveles de contraste y brillos muy bajos con la finalidad de que los asistentes y participantes en las mamadas y/u orgías no se sientan vistos. Me senté en primera fila para que mis ojos fueran acostumbrandose a la oscuridad y poder luego serpentear entre las filas de butacas y buscar alguna victima que me deseara comer la polla.

No tenía cuando se sentó justo a mi lado un vejete de unos setenta o setenta y cinco años y quien rosó suavemente su rodilla con la mía. Yo no había tenido tiempo de calentarme y mucho menos de que mi vista pudiera adaptarse, pero me dije "¡qué coño!", así que me desabroché el cinturón, me bajé los pantalones y los calsonzillos hasta los tobillos y comencé a masturbarme.

No había terminado una caricia completa de mi pene cuando el vejete sentado a mi lado comenzó con un suave vaivén a masturbarme. Nos vimos en la oscuridad y nos brindamos una sonrisa. En realidad era un viejo muy feo, con la cabeza casi completamente calba. Pero su manera de hacerme la paja era dulce, encantadora se pudiera decir. Trató de buscarme la boca pero lo esquivé. No acostumbro a darme lenguetazos con hombres-desconocidos; extrañamente, sí lo hago con mujeres-desconocidas. Me he caido a besos con putas borrachas que acaban de mamar mil penes, con toxicómanas cuyos alientos hieden a heroína; pero con los hombres es diferente, necesito conocerlos, compartir con ellos, hacernos amigos y entonces sí, en algún momento determinado viene el beso fugaz que se convertirá en lengua, en carne, en verga enterrada en un culo.

El vejete me hacía la paja con mucha calma. Yo traté de masturbarlo también pero me hizo un gesto de que no lo deseaba, así que me dejé embaucar como un monigote sexual cualquiera. Se acomodó en su asiento y comenzó con una felación muy suave y tibia. Se tragaba mi pene con gracia, con dulzura, con verdadero amor. De pronto se detenía y comenzaba a darme besitos en la punta del glande el cual, ya estaba super hinchado. Detrás de nosotros se colocaron dos vejetes a mirarnos de manera implacable, fue allí cuando el vejete me dijo la frase clásica "vamos al lavabo". Yo le dije que no, que allí me sentía bien y que además estaba disfrutando de su mamada. Se rió. Trató de besarme y se hundió de nuevo en la oscuridad. Estrelló su garganta contra mi pene. ¡Era impresionante! Sabía a qué velocidad mover su cabeza. Sabía la presión justa que necesitaba para darme placer y al mismo tiempo detener la posible eyaculación. A mi lado izquierdo, en la oscuridad de la sala, a tres puestos, se sentó un chico a mirarnos y desde luego, ha hacerse una paja. Le lancé una sonrisa complice pero e chiquillo no me veía a mí, tenía sus ojos clavados en el vejete que me hacía una felación de los mil demonios. Mi machete, mi tronco, mi pene, mi polla tomó un tamaño desproporcionado. El desgraciado viejo tenía una experiencia de los mil demonios. Por un momento pensé en todas las pollas que habría acariciado en su vida, que se habría comida. En todos los ríos de semen que habría incentivado con sus caricias. Porque si había algo que el vejete sabía hacer, era acariciar y mamar muy tiernamente. "Vamos al lavabo", repitió, "aquí nos está viendo mucha gente y me da verguenza". Sin embargo, antes de terminar de decir "verguenza", hundió su cabeza de nuevo en mi entre pierna. Podía sentir el momento justo en que sus labios se convertían en dientes afilados que presionaban lo suficiente para darme placer. A veces, en el cine, me encontraba con abueletes que eran el extremo: unos usaban mucho los dientes y el sexo oral resultaba incomodos. Otros usaban exclusivamente los labios y la cavidad bucal que sentía mi pene en medio de una gran masa de gelatina tibia y bizcosa sin ninguna gracia o placer.

La mamada de este vejete era distinta, era una especie de punto medio de las mamadas. Además, sabía como presionar el tallo del pene y lamer las bolas para frenar mi posible eyaculación. Todo esto mientras me hablaba desde mi entrepierna "¡Macho, qué polla...! ¡Qué rica polla! ¡Oh... cuanto gusto me das!". Eso me excitaba más, no había duda que la estabas pasando bien. En una de esos "mini-recesos" donde mi polla estaba hinchada, me dice: "vamos al lavabo, necesito ver tu polla y tener ese recuerdo en mi memoria". Nadie me había dicho algo tan hermoso, así que asentí. El vejete se levantó y se bajo las escaleras corriendo al lavabo. Yo me tomé mi tiempo. Metí mi polla con mucha calma y paciencia en medio de mis boxers y mi pantalón. Estaba realmente hinchada y grande. Sentía que si la movía mucho iba a correrme y yo deseaba que el vejete viera y disfrutara de su trabajo, a fin de cuenta, mi eyaculación era para él.

Baje la escalera. Al entrar al baño habían tres vejetes mirandose los penes entre ellos, estaban haciendo como que estaban orinando, pero realmente estaban en una paja compartida sin tocarse. Cuando entro el vejete estaba realmente desesperado. Entramos. Cerró la puerta. De nuevo trató de besarme en la boca. Le puse una mejilla. Era definitivamente un señor de unos setenta y seis años de edad. Calvo, con muchas berrugas en todas partes. Me desabrochó la bragueta. Comenzó una suave mamada. "¡Qué hermosa polla tienes! ¡Me gustaría tenerla en mi culo! ¿Me quieres follar?". Contrariamente a mi costumbre le dije que sí. No me gusta follar tíos de buenas a primera, como ya comenté, prefiero conocerlos y después haceer las cogidas y besos que sean necesarios, pero antes no.

El vejete sacó de una de sus medias una bolsa como con cincuenta preservativos y una docena de lubricante en bolsa, para un uso. Le iba a quitar el condón pero él me dijo: "yo te lo pongo". Se agachó. Me dió tres chupadas intensas y me colocó el preservativo. Luego rompió la bolsita del lubricante. Extendió un poco en mi pene y después, ya con los pantalones abajo, se metió una generosa cantidad de lubricante en el culo. Se dió la espalda, puso ambas manos en la pared y me dijo "¡Cógeme coño!". "Vale", le dije, "pero ayuda a que entre mi polla". Con su mano derecha cogió mi polla y la insertó rápidamente en su jodido y viejo culo. Le dí tres o cinco embestidas. El desgraciado viejo gritaba como una niña. Pero en el preambulo, entre caricias y mamadas estaba muy excitado. Me corrí.

A cada brote de mi semen podía ver como el viejo se retorcía. "¡qué gusto, macho! ¡sentía como iba saliendo tu leche, coño!". El viejo me quitó el preservativo y lo dejó allí, tirado en el piso del lavabo junto a otros preservativos. Yo no decía nada. "Macho, apunta mi teléfono. Vivo solo y en casa tengo películas muy sucias". Anoté su número, mejor dicho, hice como quuien anota un número y apunté su nombre "¡Estabas cachondo!", dijo el vejete. "¿Cuantas veces te han cogido hoy?", "Contigo cinco. Pero, macho. Tú has sido el mejor". Yo realmente nunca me lo he creído. Pues fue la cogida más rápida de mi vida.

Ese día me quedé hasta tarde en el cine. Otro vejete me hizo una mamada y participé en una "orgia de mamadas". Sin embargo, la de este vejete, fue la mejor.

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